Rito de paso by Olalla Garci­a

Rito de paso by Olalla Garci­a

autor:Olalla Garci­a [Garci­a, Olalla]
Format: epub
Tags: prose_history
editor: www.papyrefb2.net


Si Michele contaba con sorprender a madame Lavalle desprevenida, pronto constató que sus cálculos no podían andar más errados. Cuando cerró la puerta del carruaje a sus espaldas se halló frente al cañón de una pistola, que apuntaba a su frente a apenas dos palmos de distancia.

Sabía que, en las cortes europeas, ciertas damas portaban semejantes objetos como parte de su atavío, a modo de alhajas. Aquellas armas de pequeño tamaño, adecuadas para las delicadas manos femeninas, solían confeccionarse en metales preciosos y decorarse para conjuntar con el atuendo de su propietaria. Para la mayoría de sus portadoras, aquel adminículo no pasaba de ser un adorno al uso, algo excéntrico y no muy diferente a un perfumero, un crucifijo o cualquier otro objeto de los que podían colgar de su cintillo. Sin embargo, él sabía que, en manos de aquella hembra, se transformaba en un artefacto realmente peligroso.

No ignoraba que, al igual que las aparatosas armas de fuego empleadas por los soldados, aquel objeto alcanzaba a efectuar un único tiro, que disponía de poca precisión y que, por añadidura, gozaba de mucha menor potencia que aquellas. Pero, incluso así, un disparo a tan corta distancia podía resultar letal, más aún si se realizaba con pulso firme. Y la mujer que la empuñaba, con una decisión digna de un combatiente veterano, no mostraba la menor vacilación.

—¿Me esperabais, amiga mía? —preguntó no sin cierta sorna, mientras, a modo de saludo, se llevaba la mano al ala del sombrero.

—Os conozco, maestro Caravaggio. Allá donde vais, vuestros desmanes se encargan de que no paséis desapercibido. Aunque se diría que, en esta ocasión, alguien os ha aplicado el correctivo que merecíais.

En efecto, el rostro del pintor aún mostraba las huellas de la paliza que Montalto le había propinado.

—No afirmaré que en nuestros anteriores encuentros me presentara ante vos con la debida delicadeza —respondió Caravaggio—. Mas vos, querida, tampoco respondisteis con gran cortesía cuando lanzasteis contra mí a uno de los más temidos combatientes de la Religión. Por el bien de ambos, convendría declarar el cese de las hostilidades. Estoy dispuesto a pactar una tregua de la que los dos salgamos beneficiados.

Aquellas palabras no parecieron causar gran efecto sobre su interlocutora. Al menos, no lo bastante para que apartara el arma. Sin desviar la vista de Merisi, dio varios golpes con el puño en el techo del carruaje, como si transmitiera algún tipo de código. Al instante, la voz del cochero preguntó algo en un idioma que el pintor desconocía. La dama respondió en la misma lengua.

—Disponéis de dos minutos —avisó—. Transcurrido ese tiempo, Ibrahim bajará del pescante para venir en vuestra busca. Os advierto que no es tan afable como yo y que con frecuencia olvida que las leyes de esta ciudad prohíben ir armado.

Lejos de mostrarse intimidado, Michele adoptó una postura más cómoda sobre el asiento del vehículo. La admonición que acababa de recibir no lo inquietaba, al contrario. Le había mostrado dos circunstancias



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